martes, 12 de junio de 2012

UN PRESIDENTE A SALVO DE LOS CIUDADANOS.

Si el sentimiento de opresión en los países
totalitarios es, en general, mucho menos agudo que lo que se
imagina la mayoría de las personas en los países liberales,
ello se debe a que los gobiernos totalitarios han conseguido
en alto grado que la gente piense como ellos desean que lo
haga.
Camino de Servidumbre.
F.A. Hayek.

¿Cómo los ciudadanos  pueden cambiar al presidente?, parece una perogrullada  que merece  una respuesta trivial: eligiendo a otro para el cargo. Pero si  reformulamos la pregunta dirigida a los ciudadanos cubanos, entonces la respuesta adquiere un cariz insólito: no  pueden. No solo porque se trate de una dictadura que a fin de cuentas  acostumbran a trampear  resultados electorales para perpetuarse, provocando una voluntad fatalista de impotencia en la ciudadanía, sino porque sencillamente los cubanos carecen de tal atribución: no pueden cambiar al presidente.

En un sistema parlamentario, y el cubano pretende serlo, el jefe de gobierno es elegido de forma indirecta por los ciudadanos que votan por los diputados al parlamento, y estos a su vez eligen al presidente. En Cuba existe una variante de este proceso que lo hace aun más indirecto, el parlamento nombra a un consejo- Consejo de Estado, una elite parlamentaria, - que finalmente es quien elige al jefe de Estado. Visto así parece que no hay graves inconvenientes en que finalmente la voluntad popular se materialice, un escalón más o menos tanto da. El problema comienza en dar por sentado que el sistema siempre contempla esa “voluntad popular”, el deseo sobre que programa político  quieren los ciudadanos y la persona que debería liderarlo. En otras palabras, que los diputados elegidos sean portadores de un contenido afín a la voluntad de sus votantes.

Pero en Cuba no ocurre de ese modo, los candidatos al parlamento no pueden postularse con programa alguno, ni los ciudadanos eligen entre propuestas políticas particulares o partidistas; se escoge entre los candidatos a partir de sus biografías y  currículos profesionales para que ocupen un escaño en el parlamento, y cumplan la función y  tramites que les tiene reservada la cámara baja (en Cuba no hay Senado), es decir un funcionario ( el diputado al tomar posesión de su cargo se convierte en cuadro del Estado) vacío de contenido. Esto provoca que en el parlamento no se reproduzca a la sociedad civil mediante sus representantes, no hay que resolver diferencias ni escoger entre afinidades.

Ante este panorama qué sentido tendría contabilizar diputados favorables o contrarios, buscar un denominador común entre los programas electorales- en Cuba no están permitidos los partidos políticos que aglutinan diputados entorno a un  proyecto común-, establecer alianzas políticas que culminen en mayorías necesarias para gobernar. Ningún sentido, y por eso el parlamento levanta la mano de modo unánime para formalizar lo predestinado. Tampoco lo tiene intentar una moción de censura, porque a qué opción le restas diputados y a cuál le sumas si no hay opciones programáticas en el parlamento.

La única posibilidad, radical y surrealista, para que la ciudadanía  pueda cambiar al actual presidente de gobierno es pretender que no consiga un escaño en el parlamento,  convencer  a los electores del remoto pueblecito por el que se ha presentado siempre para que no le voten, que renuncien a su folclore, orgullo de elegir al eminente diputado. Apartado ya de la voluntad popular, el gobierno local de ese pueblo puede revocar al diputado (artículo 6, Ley No 89), pero eso ya es demasiada temeridad.

¿Son conscientes los ciudadanos cubanos de que no pueden cambiar al presidente? Es como preguntar el grado de conciencia que hay en la inercia. Inercia que viene de los diecisiete años previos a la constitución comunista actual, durante los cuales el pueblo cubano jamás  fue consultado sobre  el sistema político ni el jefe de gobierno, una rutina fatalista que no ha hecho más que institucionalizarse.

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