El expresidente español Adolfo Suárez, en plena transición de la dictadura franquista hacia la democracia, en defensa de la Ley de Asociaciones Políticas afirmó que era el momento de “elevar a la categoría política de normal, lo que a nivel de calle es simplemente normal”. Establecer cualquier paralelismo entre aquella España y la Cuba actual sería un ejercicio de funambulismo condenado al fracaso, uno se desarrollaba a un ritmo vertiginoso con el consecuente bienestar social y el despertar político de un pujante movimiento contestatario; mientras la isla continua su particular vía crucis económico desde hace más de dos décadas con la precariedad social que de ello se deriva, y lo contestatario no por novedoso pasa de ser anecdótico. Sin embargo la frase de Suárez sintetiza muy bien todas las demandas del pueblo cubano al régimen: normalizar lo que ya es normal. Queda por descontado que explicar a estas alturas el por qué la Revolución Cubana y el sistema de gobierno que impera bajo esa marca corporativa no es una democracia resultaría tedioso, cansino, y una perogrullada; también lo sería enumerar todas las carencias políticas y económicas que padece la sociedad isleña.
¿Y cuál sería esa normalidad de la calle que en Cuba no llega a normalizarse? La peor noticia que podría recibir el gobierno cubano, que la sociedad cubana ya pasó página de la ideología revolucionario-comunista como aglutinante colectivo, como fundamento teórico de una sociedad futura, y también coartada de la falta de libertades económicas y personales. La gente ya vive de espaldas por completo al sistema y se busca la vida por su cuenta, al margen de los salarios y subsidios estatales. Las leyes, anticuadas y restrictivas, no son un impedimento para que se haga todo lo que exigen los rigores cotidianos de la existencia: compraventa de bienes y servicios, actividad económica privada, y demás. El gobierno está muy enterado de estas cuestiones y del papel marginal que el Estado ocupa para la subsistencia de los cubanos, por eso se permite el despido de cientos de miles de trabajadores o adelgaza las subvenciones hasta un nivel testimonial, sin temer a un estallido social.
No hay indicios aparentes de que este vivir de espaldas al sistema en lo económico tenga su equivalente político, pero eso no significa que sea diferente. Sin mecanismos democráticos de prospección social como la prensa libre, sondeos demoscópicos o elecciones, donde los ciudadanos puedan sancionar promesas incumplidas o validar programas convenientes – en Cuba, además de estar prohibido el pluripartidismo tampoco los candidatos en las circunscripciones pueden hacer campaña ni presentar un programa de gobierno – no queda constancia de demandas políticas frustradas. Es el modelo de Estado basado en el rito: presencia en manifestaciones populares, alistamiento en organizaciones de masas, y comparecencia en la pantomima electoral. Cumplir con el rito es suficiente para que la vida no se convierta en pesadilla y el gobierno se regocije con un infundado apoyo popular. La simpatía se puede simular pero el hambre no, y esa es la única disparidad entre la indiferencia política y económica hacia el régimen.
Como la maraña del sistema no permite medir la demanda de cambios que más se ajuste a esa normalidad de la calle, quizás sea el momento de evaluar la resistencia que la sociedad opondría a los mismos. ¿Cuánta resistencia habría mostrado el pueblo cubano a una liberalización más amplia de la economía en vez de las tímidas reformas que recientemente aprobó el partido de gobierno? posiblemente ninguna, a la vista de que se normalizó solo una fracción de normalidad; y cuanta resistencia habría a una prensa y justicia independientes, o a que el Partido Comunista delegue todo su poder a un parlamento elegido libremente. Es una incógnita, pero se sabe que el gobierno no pretende averiguarlo del mismo modo que por sistema inhabilita y neutraliza la disconformidad de la gente. El cantautor Lluis Llach decía que la transición española fue posible porque antes ya había ocurrido en la sociedad. En Cuba ya está pasando pero los gobernantes prefieren hacerse los distraídos y centrarse en el rito.
Enrique García Mieres.
Enrique García Mieres.
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